Ha muerto Josep Vicent Marqués, una de las personas que nos comenzó a abrir los ojos (con los que hoy le lloramos) en algunos temas hace ya algunos años, cuando aún leíamos con cierto interés EP semanal.
En octubre pasado recibió el premio "Hombres por la Igualdad" reconociendo la "…trayectoria del pionero del movimiento de hombres por la Igualdad en España, por su inspiración, por sus escritos y su trabajo. Queríamos además arroparle y rescatarle del estado de abandono en el que se había dejado caer tras sufrir un ictus hace dos años. El acto fué tan emotivo y sincero que el auditorio rompió en lágrimas en varias ocasiones viendo a Josep emocionado y aplaudiéndole en pie. A pesar de sus dificultades para hablar y con la movilidad, nos deleitó con un breve discurso."
Desde aquí también queremos sumarnos al homenaje con sus palabras en aquel acto:
Por una extraña inversión de los hechos creía que estabais muertos.
Mi mala situación viene desde que en un momento me pasó factura la hipertensión y el colesterol, haciendo lo que mi padre sufrió como trombosis y ahora se llama genéricamente “ictus”. La buena gente suele confundirlo con estar tonto, pero yo qué más quisiera. Continúo teniendo la misma mala opinión del capitalismo, el previsible desastre ecológico y el machismo. Aún firmaría la consigna que en un panfleto del año creo que 70 escribí: “País Valenciano libre, socialista, no patriarcal y solidario con todos los pueblos del mundo”.
Todo viene de una serie de hechos que pasaron desde el mes de mayo de 2005. Tuve que cambiar de piso al tiempo que tenía una enfermedad prestigiosa, “empiema de canal”, que no me dejaba andar; llegué a pelearme con medio departamento cuando las promesas de celebrar una semana de sociología crítica no se cumplieron totalmente; me sentí estafado porque los alumnos fueron estimulados por mí; hube de cambiarme de piso y para ello tuve que acudir a una empresa de mudanzas que trabajaron gratis para mí, porque yo les había ayudado; hube de acudir a una semana de Noruega… De repente descubrí el sitio donde había querido vivir siempre (en la Malvarrosa y donde estaba el bloque de astilleros donde había llevado a bautizar al hijo de un accidentado en el trabajo al que facilité el acceso a la consulta del mejor siquiatra hijo del fusilado Doctor Pesset y donde había vuelto a hacer actividades ecologistas). Me encontraba mal pero me marché en busca de un sueño: una alumna era hija del presidente del comercio menor del barrio, había tres grupos de “okupas”, una radio libre anarquista, y el barrio hacía juego con los barrios de Nazaret, donde conocía a la asociación de vecinos, y del Cabañal, donde había dado más la lata contra la nefasta política del PP y conocía más.
Había conocido en un debate con okupas a una chica que era trabajadora de la imprenta donde se hacían clandestinamente libros de poesía, los papeles de la Organización de Izquierda Comunista y los míos; yo tenía montada una cosa que se llamaba “germanía socialista”, y me disponía a prestar menos atención a la universidad y más al barrio, hacer la biografía del líder de Astilleros, pasear mucho por la playa, y ser feliz olvidando mi condición de señor que fue el primero por las dos ramas familiares que había estado en la universidad, al mismo tiempo que quería hacer las paces con mi hijo y bañarme y soportar que en los bajos de la ermita o en los míos se celebraran las reuniones de los golfos del barrio. Demasiado. El ictus lo cogí cuando me enteré de que Héctor había tenido un infarto.
Salí del hospital casi dos años después en fechas gratas, creo que fue cuando le dieron a Celia Amorós el Premio Nacional de Ensayo. Celia había sido mi maestra porque, no sé si sabéis que el igualitarismo o el feminismo no lo hemos inventado los hombres; permitidme que mencione los nombres de las mujeres que más me han influido: Leonor Taboada, Carlota Bustelo, Amparo Rubiales, Pura Duart, Amelia Valcárcel, Genoveva Rojo, no me acuerdo de qué mujer, y mi alumna Cristina Piris. Debo reconocer que me ha emocionado la concesión del Premio Nóbel a mi ídolo Doris Lessing.
Cuando era inevitable mi salida del hospital se me ocurrió que mejor cambiar de actividad, y pensé en que en los tiempos ya remotos de Angela Davis y Marcuse había una cosa que no sé si llegó a movimiento que se llamaban los “Grey Panthers”. Me reconfortó la idea, y hasta llegué a acariciarla en mis tiempos, que duran escasamente de noviembre a mayo, en la residencia. Compartían mi mesa un discípulo directo de Joaquín Sorolla que tenía más de 90 años, un campeón de atletismo que tenía más de 80, y un imbécil franquista oportunista como todos los viejos de la edad de los franquistas. Ahora estoy aislado en un centro de día en el que me caen bien tres señoras.
Empecé a meditar confusamente cuando estaba en un centro público sobre la utilización que se hacía de la mano de obra femenina. Me recordaba a una frase de mi infancia: Mercedes Ballesteros escribía en La Codorniz con el nombre de Baronesa Alberta, y me llamó la atención una frase, “Nada hay más sublime que una madre, pero cuando una madre sale bruta…”. Las enfermeras y auxiliares del centro público donde estuve ingresado no podía suponerse que fueran como madres, muchas ignoraban las sabidurías ancestrales y compartían las ansias de un puesto de trabajo normalizado cuando convencionalmente eran guapas y aceptaban cumplidos de los carrozas y bodrios allí hospitalizados. Tenían bastante éxito siempre que aceptasen ser tratadas con patética consideración inferior. Cuando reivindicaban sus derechos y hacían valer sus capacidades resultaban odiosas para los hospitalizados. Guardo muy buen recuerdo de dos de las mejores. En cambio, tengo mal rec
uerdo de los celadores, siempre presumiendo de machos, y que un celador me llamase “machote” y “campeón” me producía asco. Aún ahora tengo problemas con el personal masculino.Ahora con una trabajadora social que me leyó, con la directora que sacó sobresaliente cuando estudió sociología, y con varias trabajadoras del centro, me siento muy apreciado.
Cuando uno es tímido y lo privan del lenguaje y la escritura, se lo pasa muy mal, para qué os voy a contar.
De paso que me sentía mal, al principio tuve un importante descanso –porque creo que era descanso—. Yo siempre he recordado las cosas porque me dolía algo físico; quiero decir, después vino la etapa de no recordar cómo quería ser recordado, y me dediqué a recordar el eslogan de mi campaña electoral, y no conseguía saberlo, y después saqué esta conclusión: “Para tener vértigo, tener escaso el pene, no saber conducir ni coche ni moto ni bicicleta, no haber terminado de leer a Marx ni a Freud… he llegado muy alto. Lo único que he tenido siempre claro es que no está claro, y que si me dan el tercer puesto en un debate creo que puedo hacer preguntas y consideraciones inteligentes, sea lo que sea”. Cuestioné el ser español, el ser varón, el estudiar en la universidad, cuestioné el capitalismo sin asomo de complicidad con el comunismo, el ser cómplice de la devastación del mundo, el amar de una sola manera, cuestioné todo lo que prolonga artificialmente la vida, y ahora dudo mucho de lo que es el ictus, y por eso estoy escribiendo lentamente una obra sobre el ictus.
Al aceptar esta invitación a salir de mi sepultura, había un sentimiento adicional en la necesidad de buscar un sitio público para una cosa muy privada: proclamar que estoy seguro de que, haya hecho lo que haya hecho, podré reparar las desgracias de quien más he querido, mi hija. Te quiero.